Las cenas contadas

10,00

Categoría:

Descripción

Título: Las cenas contadas
Autor: Ignacio Sanz
Ilustración de cubierta: Raquel Marín
ISBN: 978-84-612124-3-9
Nº de páginas: 196

la contraportada

Un cocinero, nostálgico de las sobremesas familiares, convierte su restaurante, las noches de los sábados, en un lugar mágico. Allí acuden los comensales no sólo a probar el exquisito menú de degustación, sino a contar y a escuchar historias. LAS CENAS CONTADAS, como Las mil y una noches , es una novela construida con un puñado de narraciones a veces dramáticas, a veces jocosas, y siempre reflejo de la propia vida. Un hermoso homenaje a la narración oral y a la cocina.

el primer capítulo

Alejandra

Un restaurante es la representación del mundo, de un mundo voluptuoso donde los sentidos, embriagados por los aromas, se echan a volar como pájaros alborozados. En la cocina reinan a la par las fragancias y las insinuaciones. Y no solo culinarias. Comer y charlar, charlar y comer, son placeres que se refuerzan. Así ocurrió aquella noche memorable.

Todo sucedió como consecuencia de un cúmulo de casualidades. El restaurante se encontraba al borde de la playa. Durante la tarde noche no había cesado de llover, el pinche se había tomado el día libre, los camareros se habían marchado y, envuelto por el sopor monótono de la lluvia y embriagado por una música dulzona, me había deslizado en un pozo de melancolía hasta que, para remontar la situación, me vi sentado frente a un plato copioso de gambas a la plancha, salteadas con sal gorda, un plato rebosante junto a una botella de vino blanco muy frío que compartía con mi ayudante, una muchacha muy hermosa con un cuerpo imantado, con la que llevaba trabajando felizmente durante todo el verano y de la que estaba a punto de despedirme, porque dentro de poco, cuando llegara el día treinta, el restaurante cerraría sus puertas hasta la próxima temporada y lo más probable es que nuestros caminos no volvieran a cruzarse.

Ocurrió aquella noche fogosa de lluvia incesante sobre la gran mesa de mármol blanco, toda la cocina en penumbra, alumbrada tan solo por el piloto de la cámara frigorífica. Alejandra y yo nos habíamos conocido en abril cuando yo mismo, recién incorporado como jefe de cocina, la contraté como segunda jefa del ítaca, restaurante de temporada en la costa. Habíamos trabajado de manera relajada durante abril y mayo, que, sin embargo, fueron meses decisivos para poner los engranajes en marcha; en junio, sobre todo durante los fines de semana, ya conocimos los llenos completos; julio y agosto fueron meses extenuantes en los que casi a diario trabajamos hasta el desfallecimiento sin posibilidad de librar ni ocasión para ponernos enfermos porque la demanda nos desbordó; la primera quincena de septiembre había aflojado el ritmo y en la segunda, como un sol que se escapa por la cuesta abajo del horizonte, entrábamos en un periodo de melancolía porque sabíamos que se acercaba el momento de la despedida y que nuestras vidas tomarían rumbos diferentes.

Alejandra tenía una destreza especial para trocear los alimentos, esa destreza formaba una parte más de la fascinación que ejercía sobre mí. Ajos, cebollas, pimientos, tomates, remolachas, lechugas… su mano, manejando el cuchillo cebollero, parecía una trituradora rítmica que percutía de manera sistemática contra la tabla provocando una música imparable que remitía al tantán de los tambores.

Desenvuelta y hermosa, sus grandes ojos morenos y sus pechos altivos eran dos de los puntos magnéticos de un cuerpo rotundo. Me faltó autoridad para hacerle entender que debía guardar dentro de un gorro de cocina aquella enorme cabellera rizada que, como una catarata, le caía sobre la espalda. Pero , acaso por eso, por ese conjunto de características, la elegí antes que a un muchacho ambicioso con tres años de rodaje tras su paso por una escuela de hostelería y que a una mujer de mediana edad muy experimentada en cocinas de restaurantes playeros.

Tendida en la enorme mesa de mármol sobre la que solía emplatar y picar los alimentos, su respiración se fundía con la mía, acelerada por la ansiedad, de modo que nuestros cuerpos remitían al de un enorme cetáceo jadeante o al propio mar rugiente en esos días de marea gruesa en los que las olas encabritadas golpean contra los cantiles de manera terca inundando los arrecifes de espuma. Su cuerpo era un mar afiebrado y enronquecido, mientras el mío, embriagado por el deseo, trataba de explorar con torpeza aquel mar de aguas convulsas. Fue una noche inolvidable. Porque sin ese cúmulo de circunstancias: la lluvia, la libranza del pinche, la salida de los camareros y la melancolía que destilaba la cocina ante la inminente despedida, es muy posible que Alejandra y yo que, en teoría, permanecíamos en la cocina para poner orden y limpieza en las cámaras de los alimentos que debían quedar vacías unos días después, no hubiésemos vivido aquella noche maravillosa y las que siguieron, inmersos en una pasión sin frenos, como dos animales atrapados en un ciclón mientras la lluvia seguía golpeando contra las cristaleras.

-¿Te apetecen unas gambas a la plancha? -soltó de pronto. Pero más que una consulta se trataba de un anuncio porque, para romper con esa melancolía que la tarde noche lluviosa había ido creando, se dio la media vuelta, se dirigió hacia la cámara, sacó una caja de gambas y con ellas se fue hacia la plancha de hierro que encendió sin que yo hubiera abierto la boca. Acaso para eso habíamos resistido sin marcharnos, para eso estábamos allí: para comernos juntos, en la intimidad, una ración grandísima, exagerada, de gambas y para bebernos una botella de vino blanco.

Hay momentos cuando se trabaja en la cocina en varios frentes en los que se llegan a confundir los olores, de modo que se anulan unos a otros. Entonces huele tan solo a cocina y se embota el olfato, que es un órgano decisivo para degustar cualquier plato. El olfato se aviva cuando, en un ambiente neutro y limpio, se pone un puñado de gambas sobre una plancha de hierro. Entonces se desprende un aroma denso que evoca un mar amable y sensual, un aroma que incita el deseo. Así lo pienso ahora al menos, porque nos pusimos a comer sobre un velador aquella enorme ración de gambas, tan enorme que no cabían en el plato y, al principio, gamba va y gamba viene, las pelábamos y nos las zampábamos como si asistiéramos a una competición llevando de cuando en cuando las yemas sucias de los dedos hasta la copa, sin hacer mucho caso de una ensalada que adornaba la mesa ni reparar en la lluvia que seguía golpeando contra la cristalera, pero cuando ya quedaban pocas gambas y, como dos cosacos satisfechos, habíamos saciado el apetito, yo pelé una gamba y se la acerqué a los labios, los labios carnosos y anhelantes de Alejandra, que abrió su piquito y se la tragó y después ella acabó de pelar la que tenía entre sus dedos y me la acercó a la boca. Y así seguimos obsequiándonos gambas peladas hasta que, tuya, mía, tuya, mía, descubrimos con cierto estupor que el juego se nos terminaba porque solo quedaba una gamba sobre el plato. Ella alargó la mano, la peló con parsimonia mirándome de hito en hito con ojos insinuantes, mientras yo la observaba. Cuando acabó de pelarla se introdujo la mitad en la boca apresándola con sus labios de manera que componía con ellos el culo de una gallina, dejando al descubierto la otra mitad, y así, con media gamba saliendo de la boca, fue acercando su cabeza a la mía, invitándome a compartir el último bocado. Cuando acerqué mis labios a los de ella ya no los separé, de modo que la gamba pasó de su boca a la mía sin desmenuzarse, como un bumerán de ida y vuelta, impulsada por nuestras lenguas, en un juego incesante y obstinado, como la propia lluvia que seguía arreciando y que había propiciado que las cosas hubieran sucedido exactamente como estaban sucediendo. Cuando nos cansamos de jugar al bumerán con la gamba, me levanté para cerrar las puertas y apagar las luces, y fue entonces cuando nos tendimos sobre la enorme mesa de mármol blanco donde preparábamos los alimentos y donde ella, Alejandra, exhibía su virtuosismo con el cuchillo cebollero, un virtuosismo en el que martilleaban los ecos de la música africana elevada a la más alta categoría.

Y allí, sobre la mesa, mientras nos devorábamos con el mismo ímpetu y la misma fiebre con que habíamos devorado hacía unos instantes las gambas, yo pensaba en lo caprichosos que son los caminos de la vida. Hasta finales de agosto Alejandra, cada noche, al salir del trabajo, se subía en la moto de su novio, un mascachicles de aspecto altanero y macarra, así me lo parecía a mí, aunque acaso sea injusto al juzgarlo, un tipo de esos que no miran de frente y que siempre vestía vaqueros y camisetas de dos tallas menos para marcar paquete, pectorales y bíceps. Cuando Alejandra subía, el novio daba un acelerón y enseguida comenzaba a flotar en el aire su cabellera ondulada. Pronto se perdían de vista camino de las dunas que había frente a un pinar enclenque, y en ese momento en que dejaba de verla, yo sentía una punzonada de envidia hacia el novio macarra y me imaginaba a mí mismo, que durante las horas previas a la comida y a la cena había vivido con ella las tensiones y los nervios que provoca el trabajo acelerado de los fogones, compartiendo su compañía en momentos más relajados y apacibles, no sobre las dunas, sino en la paz de mi apartamento, sobre la cama en la que tantas noches soñé con ella, con un momento como que el felizmente vivíamos en aquel preciso instante en el que nuestros cuerpos se buscaban con desesperación, frenéticamente. Ese momento dulce que yo soñaba había llegado por un azar del destino y solo nos quedaban unos pocos días, mejor, unas pocas noches para estar juntos antes de que el ítaca cerrara y luego, cada cual por su lado, era probable que los caminos de nuestras vidas nunca más volvieran a encontrarse. Y pensaba también que solo aquello que soñamos con vehemencia se consigue.

No creo mucho en esos cuentos que a menudo se inventan los periodistas sobre comidas afrodisíacas, me parece que es una manera de llenar páginas y más páginas, tampoco se lo reprocho, en algo se han de entretener, pero desde aquella noche asocio las gambas con ese tipo de alimentos. Sé que hablo de manera subjetiva, la cocina es un mundo lleno de subjetividades, pero en mi memoria las gambas están estrechamente vinculadas con aquella noche de lluvia y pasión desbocada sobre la enorme mesa de mármol blanco de la cocina del ítaca y con las que siguieron a aquella y en las que previamente hubo siempre gambas a la plancha.

Valoraciones

No hay valoraciones aún.

Sé el primero en valorar “Las cenas contadas”

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *