Alfonsina

12,00

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Descripción

Título: Alfonsina (segunda edición)
Autor: Pepe Maestro
Ilustraciones: Lourdes Quesada
ISBN: 978-84-611409-7-8
Nº de páginas: 77

la contraportada

Escrito por Pepe Maestro y con ilustraciones de Lourdes Quesada.

Este libro nos narra las divertidas aventuras de Alfonsina, una vaca pedagógica que vive en una granja escuela muy especial. Alfonsina es, sin duda, una vaca con mucho carácter, descúbrelo y emociónate con cada una de sus páginas.

Este libro, basado en la sesión de cuentos del conocido narrador oral y escritor Pepe Maestro (Cádiz), está escrito con un estilo ágil y dinámico, lo que resulta ideal para ser leído en voz alta y para convertir su lectura en una fiesta compartida.

el primer capítulo

Si alguna vez viste una vaca por la carretera de Arcos a Vejer, galopando febril y con la cara poseída por la velocidad, repartiendo su volumen en cada curva a modo de peralte, e incluso pretendiendo adelantar a los alucinados conductores que se apartaban al paso, ciertamente, esa vaca era Alfonsina.
Alfonsina fue la más hermosa, sorprendente y veloz de entre todas las vacas. Así me pareció el día en que la conocí, y así lo sigo manteniendo hoy, varios años después de su muerte.
Vivió la mayor parte de su vida en una granja escuela situada en la Junta de los Ríos, una pedanía de Arcos de la Frontera. Si bien en un principio llegó para mostrar a los visitantes como vive una vaca, luego, con el fluir sonoro de su existencia, se convirtió en la verdadera protagonista de la granja, en la dueña absoluta de los corazones que se le acercaron.
La conocí un diecisiete de enero, día de San Antonio Abad, santo que lleva el honroso título de patrón de los animales. Aquel día me acerqué por primera vez a la granja, inaugurada recientemente. Había oído que necesitaban a alguien para completar el grupo que se había formado y decidí probar suerte.
El lugar era magnífico, un antiguo cortijo andaluz rodeado de multitud de árboles de diferentes especies, entre las que sobresalían, por su altura y belleza, el camino de cipreses y las palmeras. Un bosque también de cipreses se alzaba a sus espaldas. Más allá, una pradera cubierta de chopos, álamos y eucaliptos delataba la presencia del río Guadalete.
Al entrar en el patio del cortijo comprobé que el grupo estaban arreglando el tejado, colocando unos plásticos encima de las tejas antiguas para que no calara el agua cuando lloviera. El sol golpeaba con virulencia y la cerveza corría por el tejado de un ala a otra. El ambiente era de camaradería y parecía bastante relajado, aunque la altura lo envolvía de cierta temeridad.
De repente cruzó el patio un pavo con los ojos llorosos y que huía de alguien que llevaba una jeringa en la mano, en una actitud nada recomendable. Los del tejado, mostrando su inclinación natural hacia la diversión, comenzaron a jalear la carrera. El pavo, horrorizado y sin saber muy bien por dónde huir, entró en los dormitorios. Me gritaron que cerrara la verja de entrada para que no se escapara. Así lo hice. El prófugo salía y entraba por las diferentes puertas del cortijo que convergían en el patio, para mayor desesperación de su perseguidor, que se afanaba, con la lengua entre los dientes y la jeringa alzada, en darle alcance. Arriba, la expectación era enorme y radiaban la persecución. (Pavín avanza con dos mocos de ventaja,… se introduce en el túnel de vestuarios… ) Se oyó un gran golpe en el interior de uno de los dormitorios, seguido de un fuerte alarido. El pavo salió volando desde la ventana del dormitorio y, en un alarde prodigioso, alzó el vuelo con milagrosa torpeza, lo suficiente como para sobrepasar la verja y salir indemne de la situación. Desde el interior se oían los lamentos y, al momento apareció la figura desesperada de aquel que, al tropezar con una de las literas, se había clavado la inyección del moquillo en un tobillo y lloraba desconsolado, más que por el dolor de la aguja, por lo imprevisible de los efectos que aquella inyección podría ocasionar en un ser humano.
Las carcajadas se sucedían desde arriba una tras otra y yo, contemplando atónito todo lo que sucedía, no sabía muy bien si atender al doliente o a la cocinera, que desde el tejado, y debido a la confabulación de varios elementos (la risa, el plástico deslizante y por supuesto, la cerveza), se precipitaba despacio e irremisiblemente hacia el vacío, sin poder agarrarse a nada ni a nadie. El impacto sonoro fue enorme, trocando las risas en un silencio expectante. Por fortuna cayó en un parterre que amortiguó la caída. Y si bien palideció por un instante después de comprobar que, gracias a la tierra recién regada y a las bondades de su trasero, el dolor era nimio, sumó a la primera risa la de la caída. Y con ella la de todos los del tejado.
Aquella entrada en la granja me gustó. La verdad es que era como para salir huyendo con el pavo. Pero algo me decía que estaría bien trabajar allí.
Decidí dar un paseo y poder así admirar la belleza del lugar: el camino de cipreses centenarios, las palomas que sobrevolaban en bandadas silvestres, el aroma de la tierra recién regada, la brisa que mecía la alfalfa… En aquella época yo era bastante bucólico y deseaba ardientemente vivir en armonía con la naturaleza. Pero parece ser que llegué a la granja el Día Mundial de las Inyecciones.
Dentro del establo en el recinto de la vaca se encontraban tres hombres y pretendían inyectarla. Me preguntaron si les podía ayudar. Yo sinceramente pensé que era un gesto de cortesía hacia mi persona y que, en verdad, dados los nulos conocimientos sobre vacas que yo tenía, mi ayuda sería más bien testimonial, como si me pidieran que los acompañara para que me sintiera integrado.
-¡Vale!, ¿qué puedo hacer?
-Aguántale la ternilla- , me contestó el que tenía la jeringa, señalándome el hocico de la vaca.
Nunca antes había introducido mi mano en el hocico de una vaca y no deseaba mostrarme aprensivo. Quería dar la impresión de quien está acostumbrado a meter su mano en los hocicos y hacerlo con la mayor naturalidad posible, pero es bastante difícil para un neófito. La vaca mira y enseguida sientes que estás invadiendo su espacio personal sin conocerla de nada, metiéndose en sus narices. El hocico de una vaca es enorme si lo comparas con el propio y cuando ella respira, lo que por su propio bien hace constantemente, puedes vislumbrar el húmedo, profundo y enorme poderío que posee.
-Aprieta fuerte para que le duela- me dijo el de la jeringuilla otra vez, mientras los otros dos le sujetaban los cuernos y la cabeza.
Se trataba de hacerle daño para que se quedara inmóvil. La ternilla del hocico es un punto muy sensible, de ahí las argollas que cuelgan de algunos sementales para poderlos dirigir mansamente. Aquella petición contrariaba mi fervor bucólico. No concebía el disfrute del edén con el papel de torturador de fosas nasales que me asignaban. Tampoco entendí que de mi acción dependiera el éxito de la inyección. Estaba allí casualmente. Sea como fuere, lo cierto es que introduje mi mano en el hocico de la vaca pero no apreté en absoluto, como solidarizándome con ella en un guiño de complicidad y pretendiéndome ganar su confianza.
Cuando el veterinario puso la inyección fue todo demasiado rápido. La vaca hizo un gesto violento y viendo que no podíamos trabarla se animó con efusión. De los cuatro que éramos tres saltaron rápidamente el pesebre y se pusieron a salvo. Yo quedé, sin saber cómo había llegado allí, encima de la vaca. Los demás me miraban negando con las cabezas y con cierto asombro en los rostros, como diciéndome que cuando uno intenta ponerle una inyección a una vaca no conviene en absoluto subirse a su lomo. Sin saber cómo bajarme, notaba la subida de temperatura que emite una vaca recién pinchada. En un intento de salvación me agarré a la ordeñadora y supliqué al cielo de los establos que la vaca no me corneara.
-¡La ordeñadora no! ¡que todavía no me ha dado tiempo a fijarla!- me gritaba uno que por lo visto no había terminado su trabajo.
Tuve claro que de allí no me soltaba nadie, y la ordeñadora, dándole la razón al que me avisaba, comenzó a ceder. Comprendí que caería irremisiblemente. Las golondrinas, ajenas a la tragedia, prodigaban sus nidos sobre mi desgracia. En un acto de lamentable heroicidad, decidí caer con la ordeñadora, de la que nada ni nadie en el mundo me soltarían; como si en aquella decisión hubiese algún triunfo, o como si necesitara un abrazo que me consolara, ya que parecía imposible evitar el ser corneado por una vaca enfurecida.
Aquel gesto heroico, al menos, me hizo ganar tiempo y cuando la ordeñadora cedió del todo, por suerte para mí, la vaca había salido del recinto. Caí en ese lecho frondoso y salpicón que suelen dejar las vacas en sus estancias, hundiéndome algo más que lo que mi condición debiera, impulsado como fui por el peso de la ordeñadora.
Inmerso en las boñigas de vaca, a salvo allí y desparramado, me sentí feliz por una vez. Sonriente, me levanté, sacudí lo que pude mi sobrecarga. Ofrecí mi brazo a modo de presentación y mi disponibilidad para trabajar en ese lugar tan excitante. Los presentes rehusaron mi primer ofrecimiento pero aceptaron encantados mis servicios.
Ese día comprendí dos cosas: lo agradable que era trabajar en un lugar donde difícilmente alguien logra ponerte una inyección y, sobre todo, lo importante que sería Alfonsina en mi vida. Aquella misma mañana, en la comida, me contaron el modo tan peculiar que tuvo de llegar a la granja, justo un mes antes.

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