Batido de chocolate y otros cuentos de sabor amargo

12,00

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Descripción

Título: Batido de chocolate y otros cuentos de sabor amargo
Autor: Alexis Díaz-Pimienta
Ilustración de cubierta: Lourdes Quesada
ISBN: 978-84-938409-6-9
Nº de páginas: 168

sobre el autor

ALEXIS DÍAZ-PIMIENTA (La Habana, 1966). Escritor y repentista. Poemas y cuentos suyos han sido traducidos al italiano, francés, inglés, japonés, árabe, farsi (lengua autóctona iraní), búlgaro y alemán. Ha publicado hasta la fecha 28 libros, en diferentes géneros.

Con su obra ha obtenido 7 Premios Internacionales de Poesía (entre los que destacan “Los Odres”, 2008, “Emilio Prados”, 2000, “Surcos”, 1996, “Antonio Oliver Belmás”, 1994), y ha sido finalista del “Loewe” (2004 y 2010), el “Ciudad de Melilla” (2004) y el “Casa de las Américas” (2008). También ha ganado dos Premios Internacionales de Novela, el “Alba Prensa Canaria” (1998), y el “Luis Berenguel” (2005), y ha sido finalista en los premios de novela “Ateneo de Sevilla” (2004), “Romulo Gallegos” (2007) y “Qué Leer” (2008). En el género del cuento ha publicado dos libros: Huitzel y Quetzal (Extramuros, La Habana, 1991) y Los visitantes del sábado (Letras cubanas, La Habana, 2004) y ha ganado los siguientes premios: Premio Iberoamericano de Relatos “Cortes de Cádiz”, 2013; Premio “Pinos Nuevos” (1989); Premio “Luis Rogelio Nogueras” (1991); Premio “Ernest Hemingway” (1989) y Premio “26 de julio” (1989).

Ha publicado, asimismo, varios títulos de literatura infantil, entre los que destacan su versión de Don Quijote en verso y los nueve libros protagonizado por Chamaquili, el niño poeta.

la contraportada

Este libro, publicado simultáneamente en Cuba y España, es un libro formado por siete relatos en los que la protagonista indiscutible es La Habana, una ciudad llena de historias y de Historia.

Pero en este libro La Habana, dulce y amarga, es mucho más que una ciudad, y sus fronteras se extienden hasta otras ciudades que la política y la vida le han acercado en los últimos 50 años: hasta el Miami del 63 o la Luanda (capital de Angola) de los años 80.

A través de estos cuentos descubrimos una Habana llena de luces y sombras: niños “robados” a sus padres, la mano negra de la CIA en muchos episodios, la guerra angoleña y su impacto en la familia cubana, la crisis del Período Especial en los barrios más pobres. ¿Puede un batido de chocolate ser amorgo? ¿Puede una joven quedarse embarazada al masturbarse? ¿Qué daño le puede hacer el humor de Les Luthiers a una adolescente Testigo de Jehová? Todo esto y más encontrará el lector, la lectora, en este libro de relatos en el que el autor crea y recrea atmósferas de una violencia contenida, ambientes que parecen dulces pero que nos dejan un sabor amargo tras su lectura.

un cuento

INCOMPATIBLES: 1994
Todos las familias felices se parecen;
cada familia infeliz es infeliz a su forma.
Tolstói

Era una anciana negra, muy delgada, que parecía todavía más negra por el contraste de su piel con el pelo canoso, peinado como un hombre, casi ralo, y parecía mucho más delgada por lo ancho de la ropa que llevaba puesta. Caminaba lentamente, tumbada un poco hacia el lado derecho, y voceaba:

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

Llevaba un par de tenis viejos, rotos en las puntas a la altura de los dedos pulgares, estropeados con tal simetría que los huecos parecían hechos a propósito. El sucio y ancho pantalón, de un rojo desteñido, completaba esa imagen deprimente que obligó a Diógenes a mirarla un momento, y a sentir lástima.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

Diógenes la vio alejarse y volver sobre sus pasos, lentamente, sin mirar a nadie, pendiente solo de su propio pregón, y esta vez descubrió en su rostro hambre, cansancio, vejez, tedio, certeza de que nadie compraría sus ajos, sus velas, su cascarilla, su manteca de cacao, deseos de soltar aquel jabuco que le pesaba ya sobre la espalda.

—¡Señora! —gritó Diógenes cuando la anciana estaba varios metros más abajo—. ¡Eh, señora! ¿cuánto valen?

—El ajo a dos, las velas a cinco, la cascarilla a cuatro, la manteca de cacao a quince pesos la botella —dijo la anciana como si recitara, deteniéndose, pero, sin mirarlo.

Diógenes se acercó:

—¿Y cuántos tiene?

—¿Cuántos qué? —preguntó ella a su vez, con desgana, bajándose del hombro la pesada jaba.

—Se lo compro todo —dijo Diógenes.

—¿Los ajos? —insistió ella.

—Sí, y las velas y la cascarilla y la manteca de cacao.

La anciana lo miró, esbozó una sonrisa, y demoró unos segundos en agacharse a contar la mercancía. Diógenes la miraba, compasivo. Por el escote se le veía el flaco y negro pecho.

—No cuente, señora, dígame cuánto es todo.

—Es mucho, mijo —dijo la anciana, sin levantarse.

—¿Qué le parece esto? —dijo Diógenes, y le mostró un billete de diez dólares.

La anciana tomó el billete, lo revisó por ambos lados, miró a Diógenes y se lo devolvió.

—Son diez dólares, abuela —le explicó Diógenes, risueño y sorprendido.

Después, acercándosele al oído y mirando a todos lados, como si le deletreara un gran secreto, le repitió:

—Diez… ¡dó-la-res!

—Ya lo sé —contestó la vieja, poniendo grandes ojos de desconfianza ahora, alzando otra vez el bulto y haciendo por irse.

—Espere, abuela —insistió Diógenes—. Mire, vamos a ver. Diez dólares son, ahora-mismo-ahora-mismo, mil pesos. ¿Entiende? ¡Le estoy dando mil pesos por la jabita esa!

La anciana lo miró esta vez de arriba abajo, con mayor desconfianza, y se acomodó el asa de la jaba sobre el hombro. Diógenes la observaba entre incrédulo, burlón y lastimero. Guardó el billete en el bolsillo. Pero antes de marcharse volvió a decirle:

—Mire —hablaba despacio, como si le estuviera explicando un problema matemático muy difícil a un niño—, todo eso que usted lleva ahí no vale ni cien pesos, ni cincuenta; y yo le estoy ofreciendo mil pesos, ¿entiende?, ¡diez dólares!

—Quince, y se lo lleva —respondió la vieja, que parecía no oírlo.

—¿Cómo? —sonrió Diógenes.

—Es mi precio. Lo toma o lo deja. Quince dólares, y todo es suyo —repitió la vieja con neutralidad, segura de sí misma.

Ante el silencio incrédulo de Diógenes, la vieja comenzó a alejarse.

—¡Ajos… velas… cascarilla… manteca de cacao!

Diógenes sintió curiosidad, vio aquello como un juego, como una prueba de fuerza, y siguió tras ella.

—Le ofrezco doce, doce dólares, mil doscientos pesos, ahora-mismo-ahora-mismo, uno encima del otro.

La anciana se detuvo.

—Quince, mijo, quince dólares —ahora su tono era de lástima hacia Diógenes, el mismo tono que él había usado con ella al principio—. Quince es mi precio. Mira estos ajos —le mostró dos cabezas medianas, casi tiernas—; mira estas velas, no hechas en casa, con parafina mala, sino de las buenas, de las que no se apagan —le mostró tres velas blancas, largas, envueltas en papel de estraza—; mira esta cascarilla —sobre la oscura palma de su mano derecha aparecieron dos pequeños montículos blancos, como bolas de tiza cortadas por la base—; mira esta mantequita, mijo —y le enseñó una botella de refresco llena hasta el cuello con un líquido espeso, amarillento, taponada con una chapa vieja y parafina—. Todo por quince, mijito. Me das quince fulitas, y esto es tuyo.

Diógenes no pudo evitar sonreír, esta vez con malicia. Se metió las manos en los bolsillos y la miró de arriba abajo.

—Trece. Trece dólares por todo, abuela. Es mi última oferta —dijo, sacó el dinero y comenzó a contarlo delante de ella.

La anciana lo miró a los ojos, desentendiéndose del fajo.

—Quince, y le dejo también la jabita.

Era su último intento de negociar. Incluso, levantó la jaba a la altura de su pecho para que Diógenes la viera.

—No hay negocio —dijo Diógenes.

—Pues no hay negocio —confirmó la anciana.

Y se marcharon en sentido opuesto.

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