El lector engatusado

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Descripción

Título: El lector engatusado
Autor: Ignacio Sanz
Ilustración de cubierta: María Reyes Guijarro
ISBN: 978-84-937569-0-1
Nº de páginas: 152

sobre el autor

Ignacio Sanz. Lastras de Cuéllar (Segovia) en 1953. Escritor, folklorista y narrador oral. Licenciado en Sociología en Madrid. Dirige el Festival de Narradores Orales de Segovia y el de El Espinar. Desde 1983 coordina La Tertulia de los Martes, un foro literario patrocinado por Caja Segovia por el que han pasado algunos de los más prestigiosos escritores de España e Hispanoamérica. Ha dirigido talleres de lectura y escritura y es invitado habitual en colegios, institutos y bibliotecas para animar a los jóvenes a leer.

Ha recibido varios premios de cuentos y con su novela La música del bosque (De taller de Mario Muschnik, Madrid. 2002) quedó finalista del premio de Narrativa Torrente Ballester. Es autor de una extensa obra narrativa que abarca más de cincuenta títulos destinada tanto a público infantil y juvenil como a adultos. Su obra ha sido traducida a varios idiomas.

la contraportada

En El lector engatusado , Ignacio Sanz , además de reflexionar sobre su condición esencial de lector y sobre el entusiasmo contagioso que le produce la lectura, se sirve del alfabeto para mostrarnos las historias, los cuentos , los romances, las leyendas… que han marcado su camino como lector y como narrador oral. Es decir, pone a nuestro alcance parte de su cocina.

No hay recetas mágicas que empujen a leer, pero sí hay historias extraordinarias que pueden servir para despertar la afición. Y textos y autores que casi nunca fallan. Y una tradición oral ingeniosa y divertida que fecunda la obra de los grandes autores.

un cuento

He ejercido unos cuantos quehaceres en esta vida, pero si me tuviera que definir, me consideraría lector antes que nada, un lector recalcitrante, a veces un lector engatusado y feliz.

Voy a tratar de transmitir en las reflexiones que siguen mi entusiasmo por la lectura. Y , si fuera posible, trataré de contagiar este entusiasmo a los que se acerquen a estas páginas. Por cierto, entusiasmo es una palabra griega que significa habitado por los dioses, es decir, que contagiar entusiasmo sería, en este caso, acercar al lector a un estado de dicha y plenitud.

Sabemos que no hay recetas mágicas para que los jóvenes lean y, además, entiendan lo que leen, todo lo más, tentativas, aproximaciones, maneras de acercarse. Nos hacemos lectores porque en algún momento de nuestra vida hemos quedado fascinados por un poema, un cuento o una novela. Acaso también porque en nuestra casa, de niños, se vivía un clima propicio o porque nos tocó en suerte un profesor apasionado que nos trasmitió amor por las letras y nos mostró el principio de un camino por el que quisimos aventurar nuestros pasos.

A veces las palabras nos llegan cargadas de afectos y provocan emociones en las que proyectamos nuestros sueños. La vida está llena de quiebros, sorpresas y complicidades que tienen a las palabras como vehículo.

Por mi parte, no sé cómo comencé a leer; procedo de una familia rica en tradiciones orales pero que vivía de espaldas a los libros. Pese a todo, hacia 1970, cuando era adolescente, los jóvenes con inquietudes intuíamos que la lectura era un tránsito inevitable para conquistar algunas de las propiedades secretas del mundo. Por otra parte, en mi casa, por un empeño de mi madre, no tuvimos televisión hasta que mi hermana pequeña terminó sus estudios; de modo que la oralidad y los libros iluminaron mi juventud, especialmente los libros de los poetas. Comencé a escribir, eso sí lo sé, para tratar de seducir a una muchacha de corazón endurecido, posiblemente siguiendo la estela de Bécquer, Machado, Hernández, Salinas, Neruda y otros poetas a los que admiraba.

Y leí tanto que cuando me llegó el momento de elegir una carrera, no quise estudiar Literatura porque esa materia ya estaba incorporada a mi vida y porque aborrecía la Literatura tal como me la habían enseñado en el instituto. Y la aborrecía porque entonces ya era un lector compulsivo. A diario, cuando viajaba en autobús o en el metro, siempre llevaba conmigo un libro de bolsillo; la literatura era un hábito placentero que ocupaba muchas de mis horas de asueto, también era un bosque intrincado de autores en el que me gustaba perderme, mientras que algunos de los profesores que la impartían hacían hincapié en datos que a mí me parecían estériles, ajenos a la obra o, peor aún, chapoteaban en la Lengua esa otra mitad tortuosa que conformaba la asignatura. Y aquello me desquiciaba. De modo que lo que para mí ya era un placer se convertía de pronto en un calvario. Trato de señalar, como dijera Machado, que no hay un camino, que los caminos para llegar a la lectura son múltiples.

En cualquier caso me siento muy próximo a la gente que lee, porque siento que hay una corriente de palabras que nos une y porque para andar ese camino, inevitablemente hemos bebido en las mismas fuentes y formamos parte de una familia con ciertas afinidades y preocupaciones. Cuando me encuentro ante una persona leída, doy por supuesto que, aunque nuestros gustos sean distintos, nos movemos entre cuentos, poemas, novelas e historias que vienen rodando desde hace muchos siglos y eso genera vínculos y complicidades más fuertes que las que se crean con personas de tu propia familia.

Pero la pregunta esencial que nos tendríamos que hacer sería: ¿por qué leemos? ¿Por qué seguimos leyendo después de haber leído los libros esenciales de nuestra civilización? Acaso por simple hábito, acaso para mitigar la aspereza de la vida, para hacerla más transitable. Como dijera Borges, tampoco yo entiendo la vida sin libros. Esas historias que la literatura pone a nuestro alcance nos hacen soñar y nos ofrecen una visión más poética o más sublime de la existencia. Además , nos trasladan a épocas distantes y nos relacionan con otras personas, es decir nos ponen en contacto con un mundo que, de otro modo, quedaría clausurado, como una habitación cerrada.

La literatura oral que es el sustrato de la literatura, irrumpe con los primeros balbuceos de la lengua, es consustancial a los pueblos, surge a nuestro alrededor con las nanas, con los primeros juegos que regalamos a los niños para distraerlos, surge en los descansos del trabajo, en las tertulias y veladas familiares o en esos chistes y sucedidos que se cuentan en las barras de los bares. Ahí está el germen de la materia literaria. En la oralidad. Luego vienen los grandes autores, las grandes obras fundacionales que han fecundado ese reino imaginario sustentado con palabras. En realidad los que leemos somos unos privilegiados por frecuentar ese reino, por tener entre nuestros conocidos a tipos ilustres como Homero, Horacio, Catulo, El Arcipreste de Hita, Juan Rulfo, Julio Cortázar o Italo Calvino. Y supongo que tenemos, para eso está la educación, la obligación moral de trasmitir este legado, de hacer partícipes a las nuevas generaciones de esa fiesta, porque la literatura, cuando deja de ser solo una asignatura, se convierte en una fiesta. Aunque algunos muchachos no perciben la literatura, es decir, la lectura, como juego. Quizá, ahí comienza una parte del problema que ahora preocupa a muchos profesores; cuando hacen de ella una simple barrera que hay que superar y ,para aprobarla, han de llenar su cabeza de datos, fechas y análisis fastidiosos. En ese momento puede comenzar a esfumarse el gozo y a convertirse en una materia antipática.

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