Palabra de cuentero

12,00

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Descripción

Título: Palabra de cuentero
Autor: Nicolas Buenaventura Vidal
Ilustraciones: Inma Grau
ISBN: 978-84-937569-5-6
Nº de páginas: 289

sobre el autor

Nicolás Buenaventura Vidal, hijo de Enrique Buenaventura Alder y de Jacqueline Vidal. Nieto de Cornelio Buenaventura Torres y Julia Emma Alder. Bisnieto de Nicolás Buenaventura Martínez y de Dolores Torres. Tataranieto de Nicolás Buenaventura Herrera y Gertrudis Martínez. Tatarabisnieto de Manuel Antonio Buenaventura y Petronila Herrera. Bistatarabisnieto de Manuel María José Buenaventura y María Francisca Martínez. Bisbistatarabisnieto de Jacinto Mateo Antonio Vicente de Buonaventura y Gertrudis Calderón de la Barca. Españoles, llegados a las Indias hacia 1.700. Bisbisbistatarabisnieto de Antonio de Buonaventura y Vicenta Lombardo. Sicilianos, llegados a España hacia 1.650. Cuentero.

la contraportada

24 relatos, 20 preguntas, 74 respuestas, 50 notas, 17 fotografías, 1 mapa, 1 receta de cocina, 7 notas al margen y 4 tigres

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un cuento

1
antes

Era una fría mañana de otoño. Hacía parte de un grupo de cuenteros que andaba de gira por la Región Centro, en Francia. Ese día contábamos en una diminuta aldea llamada Corvées-les-Yys, tan diminuta que no la había encontrado en ningún mapa. Lo previsto era que contáramos al aire libre pero una lluvia terca arruinó los planes. Rápidamente improvisamos un escenario, con pacas de heno, en una vieja granja, y cubrimos la entrada con una lona plástica para quitarle agresividad al frío, que mordía sin piedad. Comenzamos tarde, ya sobre el mediodía. Hacía hambre, hacía frío. En los cuentos había soles y banquetes.

Al final de la contada se me acercó un hombre pequeño, robusto, a quien ni el hambre ni el frío parecían hacerle mella. Me dijo que le habían gustado mis cuentos, que contaba como los cuenteros de antes. Señaló que no era del lugar, estaba en casa de su hermana, visitando a la familia, y de casualidad pasaba por ahí cuando anunciaron los cuentos. Debió sentir los embates de mi hambre porque se apresuró a preguntarme si aceptaría ir a contar cuentos, ese invierno, a su aldea, más pequeña que aquella. Me advirtió que no me pagaría con dinero sino como a los cuenteros de antes, con vino, queso, jamón, con esos pasteles de carne que llaman terrines , con pan y con conservas y me invitó a quedarme, si quería, una semana entera. La idea me entusiasmó. Busqué inmediatamente fechas, tenía una agenda tan apretada que le habían salido arrugas y moretones a los días. Le propuse los dos únicos días libres que encontré. Aceptó, me indicó la estación del ferrocarril a la que debía llegar y el horario conveniente. Allí estaré, prometió. Me dio su nombre y se despidió.

Tenía tanta hambre que en el momento no acerté a pedir ninguna otra precisión. Luego, cuando volví a pensar en el asunto me di cuenta de que todo era muy incierto. No tenía un teléfono ni una dirección, no había tenido la precaución de anotar el apellido de aquel hombre y ni siquiera estaba seguro de su nombre. Solo tenía la referencia de una estación, una fecha y un horario. Para mi buena ventura, cuando me bajé del tren y salí, allí estaba, esperándome, como había prometido.

Me llevó a su aldea, que quedaba a media hora de la estación. Una aldea de agricultores, me dijo. Palabra que tiene ecos de tractor, de cosechadora y trituradora, de cultivos genéticamente modificados… La palabra de antes, campesinos, con su azadón de palo, sus bueyes y yuntas, palabra con surcos, lecturas de nubes y manos callosas, parece estar en desuso.

Llegamos a su casa. Me presentó a su familia, que demostró con alegría el orgullo de recibir a un cuentero. Michel, creo recordar que ese era su nombre, me dijo que ese día contaría al anochecer, antes de la cena, allí, en aquel salón y que el día siguiente lo haría en la casa vecina, donde su primo. Luego, la señora de la casa me mostró mi habitación.

En esas latitudes anochece temprano en invierno. Michel vino a verme. Todo está listo, me dijo. Había conseguido un taburete de madera, sin espaldar, de tres patas. Lo había ubicado al lado de la chimenea. Había dispuesto las sillas para que todos los asistentes pudieran verme y escucharme… Lo único que falta, agregó en un tono muy serio, casi trascendental, es que me diga qué leña le echo al fuego. ¡¿Qué leña le echa al fuego?! La pregunta me desconcertó. Michel lo notó. Al cabo de un silencio incómodo dijo: No importa, sin poder impedir que la desilusión pesara en sus palabras. Es que tal vez no entendí la pregunta, traté de disculparme. Quería simplemente que me dijera qué leña le echo al fuego, repitió. Sí, eso lo entendí, pero ¿cómo así qué leña le echa al fuego? Bajó la mirada, como si lo que tenía que decir pudiera ofenderme. Es que los cuenteros, antes, sabían qué leña había que echarle al fuego. ¡Mmm!, exclamé, y le expliqué que venía de Cali, Colombia, una ciudad donde no hay invierno. Donde todo el año, la temperatura vacila entre los 25 y los 35 grados, a veces sube un poco más. Donde no hay chimeneas ni leña en las casas. Y donde, sin embargo, se cuentan cuentos. Cuando vi que mi explicación había conseguido remendar el agujero en su entusiasmo, le pedí que me dijera qué tenía que ver la leña con el cuento. Es simple, me dijo, si usted ha decidido contar, por ejemplo, no sé, cuentos de amor o relatos mitológicos, pongo una leña discreta, que apenas murmulle y se consuma suavemente. Si, por el contrario, va a contar cuentos de espantos, de aparecidos, pues pongo una leña que restalle, que chasquee constantemente. O una leña que crepite si es, por ejemplo, una epopeya… (Seguramente Michel no usó todos estos verbos que me llegaron a la hora de pensar la voz del fuego. Ni tampoco esta enumeración de géneros, eso sí, dejó en claro y firme lo que quería expresar). Del desconcierto pasé al asombro pero atiné en proponerle: Ponga usted la leña, que yo haré lo que pueda y trataré de contar lo que dicte el fuego. El hombre quedó contento con la salida que le habíamos encontrado al impasse y así se hizo.

La selección de las distintas leñas hizo que las dos contadas fueran verdaderos diálogos con el fuego. Me pagaron con vino, con pan, con pasteles, con jamones y con terrines . Casi no podía cargar todo lo que me dieron.

Cuando Michel me llevó a la estación para que tomara el tren de regreso me dijo lo orgulloso que estaba de la visita. Habían estado muy contentos. Luego me confesó, pero así, como si hablara de algo sin importancia, que no era verdad que conociera a los cuenteros de antes y que no había escuchado a alguien que contara al ritmo del fuego. Había oído a su padre hablar tantas veces de esos cuenteros, de la leña, el cuento y el fuego, que había querido vivirlo y se había arriesgado a invitarme.

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