Descripción
Título: Yayerías
Autor: Félix Albo
Ilustración de cubierta: Perrine Boyer
ISBN: 978-84-612410-4-0
Nº de páginas: 98
la contraportada
En un viaje, el trayecto de regreso, es el más íntimo. En él se van recordando con mimo los momentos más especiales: nombres, palabras, la calle en penumbra, una noche de viento, aquella carrera en la lluvia, unos pies descalzos, una mano entrelazada a la tuya, quizá una risa, quizá mil lágrimas, una nube, una luna, una nota en un espejo, una canción que mal sabría perderla… detalles e instantes de esa vida que nunca volverá a ser aunque pudiéramos regresar.
Yayo y yaya es como llaman en el Levante a los abuelos y abuelas. Yayerías son las historias de sus miradas, las miradas del abuelo y abuela de antes, los del regazo, los del olor a bizcocho, los sin prisa para medir el tiempo. Esa mirada de a quien el viaje se le acaba y quiere que su canción no se olvide.
De la mano del humor, el amor y la vida, con todo lo que ella trae, Yayerías nos sumerge en el lado más humano y cercano de la nostalgia.
un cuento
José
José fue pescador desde que su padre le subió a una barca, a los cuatro años.
Se bajó a los sesenta y siete y nunca más volvió a subir. Pareció además olvidar la palabra en la barca, porque en tierra se convirtió en un hombre silencioso.
Todas las mañanas iba al puerto a ver cómo zarpaban las barcas, compañeras de la suya, y desde su parada, recibía con condolencia el saludo compasivo de sus compañeros.
De allí marchaba a la playa, plantaba una caña larga, se sentaba en su silla y pasaba todo el día mirando al mar. Lo contemplaba desde la quietud que otorga la tierra firme. Con sus pies desnudos hacía en la arena dibujos, a simple vista sin sentido, que borraba con sus manos antes de empezar a recoger.
Las bolsas, la basura, la silla…
Lo último que cogía era el cubo y regresaba a casa.
El cubo. Siempre vacío.
La prudencia y el respeto de la gente mantienen el silencio los primeros meses. Pero la palabra puede más y el rumor va brotando por las plantas de los pies, se desparrama por las aceras, sube por las cañerías, germina en las macetas y se seca en las cuerdas de tender de las azoteas. Luego el viento lo lleva y lo trae, como el agua a la sal.
Y éstos corrían, como con codicia, para llegar a su destino: los oídos de José: ¿Hoy tampoco nada, García?; parece que les das miedo; ¿por qué no pruebas a comprarlos?; no te preocupes hombre, lo importante es participar. Y las miradas de compasión y lástima se mezclaban con las risas duras que produce el vino y la desazón.
Pero José todas las mañanas marchaba al puerto. Y luego a la playa.
–¿Y qué haces allí todo el día? –le preguntó su mujer.
–Juego con la arena. Miro a los ojos del mar que tragó a mi padre y recuerdo el sonido de la campana de su barca.
Una tarde le fueron a buscar. Estaba a punto de anochecer y no había regresado a casa. Lo encontraron sentado, mirando al mar que guardaba ya dentro de sus ojos. Fue entonces cuando descubrieron su secreto.
Al final del transparente e interminable hilo de su larga caña, no encontraron ni cebo, ni anzuelo.
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